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´El Nuevo Jeremías reflexiona desde su condición de cristiano, sin aditamentos, seguidor de Jesús de Nazaret.

Tú cíñete por tanto los costados, levántate y diles todo lo que yo te ordenaré, no tiembles ante ellos, de lo contrario, te haré temblar ante ellos. Hoy te constituyo en fortaleza, en muro de bronce frente a todo el país, frente a los reyes de Judá y sus jefes, frente a sus sacerdotes y el pueblo del país. Combatirán contra ti, pero no te vencerán.
Jer. 1, 4-5, 17-18

domingo, 28 de octubre de 2007

En nombre de la Cruzada

Se te afligía el corazón. Sí, cuando recibías noticias de la violencia vesánica que lo invadía todo. Eras una buena cristiana, asumías que el Señor había condenado el odio en nombre de un amor universal. ¿Por qué algunos de tus vecinos de Nieva en Cameros alentaban tanta ira? ¿Por qué jalearon a los requetés que se llevaron al pobre molinero para tirarlo al anochecer en una cuneta? Jesús, sin duda, hubiera condenado este proceder; en el Evangelio defendía la vida a toda costa. Lorenzo Sanrromán, el párroco del pueblo, sin embargo, ponía por encima la defensa de la Cruzada <<contra los enemigos de la Iglesia y de la civilización cristiana>>. Te habían enseñado, como buena católica, a obedecer a los sacerdotes, pero como buena cristiana debías seguir la doctrina del Maestro. Por eso mismo no acababas de entender ese entusiasmo, ese jalear a las tropas, ese empeño en exterminar a los enemigos de la fe o de la civilización; qué más da, eran seres humanos.
María, la Calzotas, que había regresado de Logroño, decía que la cárcel provincial estaba a rebosar, que habían tenido que habilitar el frontón Beti Lai y la Escuela Internacional <<porque no se daba abasto con tanto rojo detenido>>. La María lo contaba con cierto entusiasmo, incluso cuando se refería a lo del cementerio municipal, que si se había quedado pequeño, que si habían tenido que improvisar un camposanto en Laredo... A ti aquello no te parecía excitante, sino terrorífico. El Señor nunca quiso la muerte ni el exterminio, así te lo enseñó de moza el Padre Ayabarrena, un hombre componedor, tolerante, pacífico, excepto cuando denunciaba con vehemencia las carnicerías del Ejército en Marruecos. El párroco actual era de otra pasta; muy cumplidor, muy estricto, sin un ápice de humanidad. Y tú recordabas ahora, con añorante intensidad, cómo aquel sacerdote bueno, que tanto te marcó, proclamaba que la magnanimidad es el síntoma de los que realmente viven el Evangelio. Te reafirmabas en ello, pero no podías decir nada. Por aquellos días caía sobre todo un espeso manto de silencio.

Entendiste definitivamente que los que decían ser los buenos no lo eran tanto cuando te enteraste del asesinato del Padre Ayabarrena. Habían intentado silenciar el tema, pero esas noticias se desangraban por cualquier resquicio. No era edificante fusilar curas, eso supuestamente lo hacían los desalmados rojos... Lo habían llevado a la tapia del cementerio de Valgañón por su tibieza, decían, por ser un traidor, por denunciar las ejecuciones sumarias que se habían promovido en Ezcaray y su entorno. No fue el único; el franciscano Antonio Bombín Hortelano corrió la misma suerte a las afueras de Haro porque en los sermones osaba criticar a los ricos en nombre de la justicia social. Sin dudarlo un segundo, pensabas, esos falangistas hubieran ajusticiado a Jesucristo. Aunque eso te lo guardabas para ti. Solo con el padre Sanrromán te atreviste a manifestar esa desazón ante el derramamiento de sangre de los ministros del Señor, <<algo habrán hecho>>, remató esa voz tabacosa al otro lado de la rejilla del confesionario. Desde entonces se te hacía muy cuesta arriba cumplir con el sacramento de la penitencia, tampoco te imaginabas al Señor en las eucaristías oficiadas por ese cura…, pero tenías que asistir a todos los oficios, no fueran a tacharte de roja o librepensadora. En esos tiempos de plomo y maximalismos las actitudes templadas –el Evangelio se manifiesta en la templanza, decía Ayabarrena- no tenían cabida. El terrible presagio del Apocalipsis (“A los tibios los vomitaré de mi boca”) se había hecho realidad.
Empezaste a estar bajo sospecha cuando, extinguiéndose el verano, se corrió por el pueblo que tu pariente, el Señor de las Viniegras, había sido llevado al paredón. Incluso los mismos que te felicitaron por las acciones del “conde rojo” en pleno fervor de la naciente República, ahora te esquinaban. Y eso que a ti ni te iba ni te venía, pues apenas tuviste relación con aquella lejana familia. Y eso que tú no sintonizabas, así lo manifestaste públicamente, con esas medidas anti clericales que aquel insólito aristócrata estaba imponiendo en sus aldeas. De poco sirvió; ya eras la tía del rojo blasfemo y pervertido de las Viniegras. Tuviste que cargar con ese sambenito en un ambiente cada vez más exaltado, más intransigente.
La casa de la abuela en Logroño fue un refugio que cada vez buscabas más. Mi madre, tu hermana pequeña, me contó como venías allí destrozada, cómo arrastrabas todo ese callado sufrimiento larvado en Nieva. Sí, tú, querida tía, cambiaste a la abuela y a mamá, una niña tan católica, tan ciega como la mayoría…, haciéndoles ver la barbarie que os cercaba. No podíais constatar su magnitud, no tenías datos, pero lo olfateabais, lo presentíais… Nunca supisteis que el gobernador de Logroño durante la guerra, el capitán Emilio Bellod, estaba llevando al pie de la letra la orden del catolicísimo General Mola de aplicar “mano dura”. Al acabar 1936 se habían contabilizado casi dos mil ejecuciones en toda la provincia, la mayoría en la Ribera del Ebro. Ni el obispo Fidel García Martínez ni la mayoría del clero hizo nada para detener el holocausto. No había otra palabra para definir el exterminio planificado del uno por ciento de la población riojana. En nombre de España, en nombre del Corazón de Jesús… No me sorprende que ambas hermanas huyerais hacia adentro, que cultivarais una espiritualidad muy vuestra, muy auténtica, muy silenciosa; no me extraña que en todo momento os enredara una honda tristeza, como una madreselva. En el fondo vosotras también habíais sido perdedoras; vuestra opción evangélica había sido derrotada por el nacional-catolicismo. Se consolidaba el reino del terror, la mediocridad, la componenda, la hipocresía… Y vuestro reino no era de ese mundo.

 A mi madre y a mi tía Severina, que acaba de dejarnos
                   P. Javier Hernández, Sch. P.
                                   
           Zaragoza, 28 de octubre de 2007