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´El Nuevo Jeremías reflexiona desde su condición de cristiano, sin aditamentos, seguidor de Jesús de Nazaret.

Tú cíñete por tanto los costados, levántate y diles todo lo que yo te ordenaré, no tiembles ante ellos, de lo contrario, te haré temblar ante ellos. Hoy te constituyo en fortaleza, en muro de bronce frente a todo el país, frente a los reyes de Judá y sus jefes, frente a sus sacerdotes y el pueblo del país. Combatirán contra ti, pero no te vencerán.
Jer. 1, 4-5, 17-18

jueves, 28 de mayo de 2009

FRANCESCO, IL TROVATORE

                            
Relato publicado en: Jaime Miñana. Bitácora a la deriva. Para una rebelión. Madrid, Esto no es Berlín, 2015.


                                                               Francesco, giullare di Dio (Roberto Rossellini, 1950)
Siempre me impresionó Francisco de Asís. Cuando era niño me atraía su icono de santo hippy amante de la naturaleza. Luego me encontré con la película Francesco, giullare di Dio (1950), me fascinó esa sabia simplicidad de los hermanos captada por Rossellini. Me interesé por aquel personaje, fui descubriendo una criatura especial. Por mucho que la Iglesia se había empeñado en domesticarlo, su vitalismo reventaba todos los corsés. El joven Giovanni dei Moriconi, tras participar en absurdas banderías a comienzos de duocento, decidió tomar por esposa a una dama muy extraña, la Pobreza. Eso iba en contra de los intereses de su padre, un rico comerciante que lo acusó ante las autoridades de dilapidar su patrimonio. Ante una multitud presidida por el obispo Guido, la única autoridad que reconocía, el “francesito” (Francesco) hijo de una provenzal se quedó completamente desnudo. Certificaba así su despojo de los bienes materiales, sellaba su libertad frente a la familia y otras ataduras mundanas.
El carisma de su misión tendría que ver con esa libertad, que halló en un pasaje de Lucas: No llevéis monedero, ni bolsón, ni sandalias, ni os detengáis a visitar a conocidos... Los hermanos que le seguían se dedicaban a cuidar de enfermos y leprosos, hacer trabajos humildes y pedir limosna: mira los lirios del campo… La providencia les deparaba todo, no eran necesarias propiedades ni reglas, pero el papa Inocencio III se empeñaba en regularizarlos; así nació la Ordinis Fratrorum Minorum. Francisco aceptaba mansamente esos designios sacro-burocráticos que nunca entendió. En Rivo Torto y luego en La Porciúncula los fratri se dedicaron a cuidar leprosos, a ayudar a los campesinos. A partir de allí se inició su expansión;  irían de dos en dos, se pondrían al servicio del pueblo y construirían ermitas en las afueras de las poblaciones. Pero al Vaticano solo le preocupaba regular esa explosión de espíritu solidario. Ciertamente veían la orden con recelo, pero al mismo tiempo les servía como antídoto popular en tiempos de recelo anticlerical. La Ecclesia Triumphans del románico había entrado en crisis; la gente ahora no demandaba autoridad sino autenticidad, siendo su respuesta los movimientos espirituales surgidos del pueblo (los cátaros) o rigurosas reformas en el estamento monacal (Cister). Francisco sintonizó con esos impulsos renovadores humanizando la vivencia religiosa: cantaba a las criaturas como un juglar, cuidaba de los más débiles, hacía palpables los misterios de la fe (por eso se inventó el Belén; fue en Greccio la Navidad de 1223).
Mientras Roma implementaba normativas y medidas disciplinarias en la Orden, Francisco seguía su tarea. Para mí que no quería enfrentarse al Papa, aunque no entendiera esa obsesión administrativa… Posiblemente eso quebró todavía más su endeble salud. Quiso retirarse con los suyos mientras era aclamado por las gentes sencillas de la Umbría: todos querían tocarlo o llevarse un pedazo de sus harapos. Tras dejar resumida su doctrina en un irrepetible Himno al Sol -los trovadores no entendían de reglas ni tratados-, il poverello quiso morir como había vivido: se retiró a una cabaña y pidió ser recibido por la tierra como vino al mundo. Ese tercero de octubre de 1226 el pueblo ya lo había proclamado santo; Roma tardaría dos años en confirmarlo. El espíritu indómito de aquel revolucionario se preservó en sus hermanos mendicantes, reviviendo en hombres como Antonio de Padua, que se enfrentó a los usureros, consoló a los leprosos y por ello fue considerado “amigo de Dios” (santo) por pueblo. Pero la Iglesia, que no atiende a refrendos populares ni a ráfagas carismáticas, una vez superadas las urgencias liberadoras de la gente, se encargaría de ir ahogando poco a poco el mensaje de Francesco en sus vericuetos normativos. Harían algo parecido con su memoria, convirtiéndolo en un manso beato de florecillas y gestos piadosos… No tenían otra salida. No podían permitir que la aventura utópica de aquel iluminado fuera viable, contagiosa. Y lo lograron desde el momento en que fue pilotada desde el epicentro del Poder medieval…
No sé si esta es la historia de Francisco de Asís. Al fin y al cabo las historias son relatos desplegados desde un punto de vista, monopolizado por los poderosos casi siempre. Este no es el caso, quizá por eso me guste, quizá por eso me resulte verosímil.