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´El Nuevo Jeremías reflexiona desde su condición de cristiano, sin aditamentos, seguidor de Jesús de Nazaret.

Tú cíñete por tanto los costados, levántate y diles todo lo que yo te ordenaré, no tiembles ante ellos, de lo contrario, te haré temblar ante ellos. Hoy te constituyo en fortaleza, en muro de bronce frente a todo el país, frente a los reyes de Judá y sus jefes, frente a sus sacerdotes y el pueblo del país. Combatirán contra ti, pero no te vencerán.
Jer. 1, 4-5, 17-18

domingo, 28 de marzo de 2010

CON LA IGLESIA HEMOS TOPADO

DE CÓMO DECIDÍ HACERME CURA EN PLENA MOVIDA

Era un chico raro en aquel pueblo de la ribera riojana. Sí, participaba en los “chamizos”, sí, se metía en el cuarto oscuro para “apretarse” o robarle algún beso a la muchacha de turno, o incluso ensayar tanteos más atrevidos entre el lecho de sacos rellenos de paja. Tampoco pudo negarse a alguna masturbación colectiva, como mandaban los cánones de la iniciación masculina. Javier Hernández era un chaval normal, sí, pero con un punto especial. Ya a los quince años se le veía pasear solo por las orillas del Ebro siendo capaz de pasarse las fiestas patronales leyendo La Regenta. Procuraba llevarse bien con sus quintos, por mucho que aquel verano del 81, con dieciséis años, le resultara un tanto previsible el ciclo estival de peñas, romería de fiestas vecinas, escarceos sexuales y baños en el río. Disfrutaba más en Nieva en Cameros, el pueblo de su madre; aquellos riscos y hayedos acompasaban mejor con unos mundos interiores que había despertado aquel insólito –por magnífico- profesor de literatura en los escolapios de Logroño. Aunque el auténtico terremoto espiritual acaeció en un retiro en el monasterio de Valvanera. Ernesto Aldama, escolapio joven de avanzadas ideas, fue el médium; Javier vivió ese misterioso contacto con su más íntima soledad como una gran revelación: el reino anunciado por Jesús de Nazaret reclamaba ser implantado en este mundo.
            Se sentía distinto, aquella experiencia le había cambiado por dentro. Llegó el mes de agosto y pagó la cuota del “chamizo” de los quintos, aunque se pasaría las fiestas en el de su prima Anabel y sus amigas, cuatro años mayores que él. Casi todas tenían novio, siendo Javi aceptado en ese gineceo como una mascota, un chico más maduro de lo normal, de amena conversación y vivo ingenio. Era un buen refugio, pasaba de sus compañeros testosterónicos, de furtivos requiebros con las mozas. Preocupaciones más ambiciosas, más espirituales le retaban. Ese fin de verano lo aprovechó intensamente, devorando libros, reflexionando en compañía del Ebro. A mediados de septiembre Javier volvió a Logroño para cursar el COU, que ahora se compartiría con alumnas de Escolapias. Después de todo el bachillerato “segregados”, sus compañeros se volvieron locos; pero él estaba más interesado en otras exploraciones... Antes de que avanzara el otoño, conectó con las comunidades de base que lideraba Arturo Barbas, circunspecto escolapio que se había convertido en una leyenda en la Iglesia progresista riojana. Su referente, el padre Ernesto Aldama, había sido trasladado al colegio de Soria, un exilio forzado por mantener una línea demasiado avanzada (toda una premonición: él correría la misma suerte). La efímera paternidad espiritual de Aldama fue sustituida por Arturo, mucho menos carismático, quizá más riguroso en lo intelectual. Barbas, como le gustaba que le llamasen, no se sabe si por su apellido o por su aspecto, le introdujo en la avanzadilla teórica de la teología de la liberación. El neófito era una esponja; devoró con gula Jesucristo el Libertador, del franciscano Leonardo Boff, también su ensayo sobre San Francisco, personaje que le fascinó por su radical modernidad. Cuanto más profundizaba en estos temas, más se convencía de la distancia sideral que separaba el ideal preterido por el de Asís y la institución regentada desde el marmóreo Vaticano. Barbas vivía también en esa falla pero argumentaba que había que cambiar la Iglesia desde dentro.
Javier no descuidaba los libros. Había siempre sido un estudiante responsable y brillante. Latines, lingüísticas e historias trasnochadas le decían más bien poco frente al universo intelectual y espiritual que le estaba abriendo el barbudo y su círculo comunitario. Arturo, sin embargo, transmitía conocimiento, no vida; su riguroso corsé teórico ahogaba la espontaneidad y hasta la interioridad. Lo contrario que Adela Briones, profesora de francés de cuarenta y dos años que todos consideraban novia de Barbas. Cálida y comprensiva, le descubrió la inteligencia emocional, más interesante, más honda.
            Llegaba el momento de comprometerse. Había que ser útil en la construcción del reino y Javier estaba dispuesto a ser generoso, como correspondía a un joven inquieto. La primera en enterarse de sus planes fue Adela: <<sigue los impulsos de tu corazón>>. La versión más realista vino de Arturo; al joven le sorprendió que no recibiera con alborozo su determinación de ser escolapio: <<Mira Javi, lo importante es que seas un cristiano comprometido. Cómo y dónde, tú verás>>. Ante su deseo de vivir el compromiso de dedicarse a los más jóvenes, de transmitir ese conocimiento, esa vivencia del Evangelio que estaba experimentando, Barbas le previno: <<¿Pero tú sabes dónde te metes? Si la jerarquía eclesiástica ya es una carga, añádele la de las rancias Escuelas Pías…Además, no dices tú que la Iglesia está en contraposición al Evangelio>>. El joven entendió las pegas de su mentor como una táctica para poner a prueba su impetuosa determinación; Arturo hacía muchas veces ese papel de abogado del diablo en las reuniones de la comunidad… El fin de curso, la dichosa selectividad apremiaban; había que tomar una decisión. Decidió ir a Soria, a hablar con el hombre que, en cierto modo, le había metido en este embrollo. Aunque a comienzos de mayo la ciudad duriense persistía en su cicatería con el mercurio, la Alameda de Cervantes había explotado en verdor primaveral interpretándolo el joven riojano como un buen presagio. Allí apareció el padre Aldama con un aspecto muy juvenil –“el exilio le sienta bien”, pensó el chico- y se alegró de verlo. Pasearon por las alamedas y a la altura del olmo de la música el neófito le soltó sus planes de sopetón. Ernesto se quedó pensativo, mirándolo fijamente: <<¿Lo has pensado bien?>>; ante el gesto decididamente afirmativo de su interlocutor, sentenció: <<Conociendo a Arturo, ya te habrá echado el jarro de agua fría... Pero si eso es lo que de verdad te pide el cuerpo… Si te decides a vivir la experiencia, sólo puedo darte ánimos y desearte lo mejor. Lo detuvo, lo cogió por los hombros y lo miró fijamente a los ojos: <<Cuenta con nosotros>>.
No fue un agosto normal, y no porque saliera un poco más fresco que la media. Tal como le adelantó Ernesto Aldama, contactaría con el padre Justino Gómez para que le sirviera de intermediario ante los responsables de la formación escolapia. Sus mediaciones surtieron efecto y Javier fue admitido directamente a entrar en el noviciado de Peralta de la Sal, algo poco común sin postulantado previo. En su pueblo se repitió la operación del año anterior: pagaría el chamizo de su quinta pero estaría abonado al de su prima. Todo parecía seguir igual, pues a nadie comentó sus intenciones de entrar en religión. Ya se enterarían en su momento. Él estaba determinado, pero le brotaron ciertas dudas, sobre todo tras su estancia esa semana de julio en el convento-noviciado de aquel pueblo de la franja catalano-parlante de Huesca, cuna del fundador de la orden. Le inquietaron la personalidad retrógrada, la rigidez del maestro de novicios y, más aún, la actitud sumisa de los candidatos. Aquello no tenía nada que ver con el ambiente tolerante y abierto que había vivido en las comunidades de base... A su regreso se estaban acercando las fiestas de su pueblo y le apretaban las dudas; se acrecentaron gracias a una veraneante de Getxo que le hizo romper sus planes de no pensar en las mujeres. Esa noche en la que ambos se quedaron en la bodega de la casa solariega que tenían los padres de la vizcaína, saltaron chispas, y no precisamente por el tinto de la tierra… Javier se conjuró en su decisión de que nada ni nadie contraveniese sus planes. Tras las fiestas de San Roque, cuando los días empezaban a declinar, llenó el maletero del Renault 12 verde de su padre rumbo a las cuencas orientales del Ebro. En la villa natal de San José de Calasanz vivió un ensayo de vida monástica, un retorno forzoso a las liturgias tridentinas en manos de un nostálgico demente. Su fe se fortaleció; si era capaz de soportar ese sinsentido, lo aguantaría todo. El día que abandonó aquel pueblo ribagorzano se había vinculado con tres votos simples a la Orden pero lo vivió como una liberación.
            Habitaba el Seminario Mayor de Zaragoza una heterogénea fauna, chicos de la diócesis y de todo Aragón que allí habían recalado por muy diversas razones. No pocos estaban por motivos económicos, última resaca de una oleada que se inició en la posguerra. A comienzos de los ochenta todavía había “bocaciones”, con b de boca, que aliviaban a no pocas familias rurales. También había vocaciones con f de familia, miembros de clanes acaudalados, hipercatólicos, orgullosos de que el Señor hubiera reclamado a uno de los suyos. Allí convivían desde Antonio Herranz, sobrino del canónigo mayor de El Pilar, con Juanico Esplugas, jotero de Andorra (Teruel), prototipo de zagal sanote que había sido pastor en su infancia, con pocas letras, escasos recursos e inabarcable corazón. Muchos como él habían encontrado así una vía para estudiar en la ciudad durante el Seminario Menor proyectándose quizá hacia los estudios teológicos. A comienzos de los ochenta el claustro de profesores también lucía variopinto, con un predominante tono progresista que estaba empezando a ser mirado con recelo por una jerarquía cada vez más tributaria de las ultraconservadoras doctrinas de Juan Pablo II.
Un puñado de juniores escolapios cursaron durante su primer año asignaturas relacionadas con la filosofía y la teología en el Centro Regional de Estudios Teológicos de Aragón, sobresaliendo enseguida entre sus compañeros por su nivel de preparación intelectual. Javier Hernández aprovechó esa oportunidad de zambullirse en la historia del pensamiento, aunque también en un peculiarísimo entorno humano. Allí encontró “frailes biológicos” –un joven pasionista reconocía no sentir el más mínimo asomo de pulsión sexual-, estirados simpatizantes de la Obra, activistas de la Iglesia de base, entusiastas de los “Kikos” o de la Renovación Carismática, perfiles grises con vocación curial… entre una mayoritaria muchachada rural desorientada. También había ejemplares peculiares, como Vicente Carlet, valenciano de la Font de la Figuera. Marica “oficial” del curso, en torno a él circulaban muchos rumores y anécdotas, como su afición a mostrarse y husmear con poco disimulo en las duchas. Pero ese caso, elevado a un nivel folklórico por el colectivo, era como un exorcismo de una serie de ceremonias homosexuales bastante más generalizadas. José Crespo, el compañero más cómplice que había encontrado Javier en el seminario, le reveló que el interior del armario estaba mucho más poblado de lo que parecía... También había educadores “dentro”, lo sabían muy bien no pocos aspirantes del Seminario Menor que habían recibido insinuaciones. No obstante, el silencio era espeso y los superiores propensos a archivar las contadas denuncias. Años después, cuando Javier volvió a encontrarse con aquel confidente que ya había abandonado la carrera sacerdotal, le contó cómo Vicente había desvelado su verdadera identidad tras dejar los muros de <<esa escuela de cuervos reprimidos>> y montar en Valencia una peluquería pionera en estilismo gai. Entre desempolvados closets y la secularización imparable de la flamante “era socialista”, lo cierto es que las vocaciones, con b, f o v, empezaban a menguar al tiempo que se incrementaban exponencialmente las defecciones entre esos pupilos rurales que la Iglesia formara durante décadas.
Las tentaciones que superara San Antonio estaban ahí, travestidas de sofisticados vicios modernos, haciendo mella entre la clerecía. Tras la apariencia de respetabilidad y piedad se agazapaba la presencia del Mal. Y esa impostura afectó sobre todo a las almas sensibles y puras…, como la de José María Ramis. Ya nació como un niño modélico el segundón de aquella familia bilbilitana de nueve hermanos, que por algo llevaba el nombre de Monseñor Escrivá. Su padre era delineante, un varón muy piadoso que tuvo que bregar sin descanso para reflotar la numerosa prole, como el protagonista de La gran familia. La película talismán del desarrollismo opusdeísta se estrenaba precisamente cuando Jesús María Ramis venía al mundo y España empezaba ser invadida por los seiscientos. Don Facundo buscaría mejores aires profesionales en Zaragoza, pudiendo Josemari reclutarse en los “infanticos del Pilar”; el traje talar le sentaba tan bien que de allí pasó al Seminario Menor, aunque en realidad fue para aliviar una familia agobiada por las ocho bocas restantes. Fue también un seminarista modélico con físico de ario querubín. Los superiores lo admiraban no pasando desapercibido ante el gran panóptico de la Obra, con la que flirteó durante algún tiempo sin llegar a ingresar. Javier Hernández recordaba esto mientras volvía al colegio. Un nuevo encuentro fortuito con el fabulador José Crespo le había catapultado hacia “una historia que no tiene sentido con ese desenlace...; pero así es la vida, como dijo aquél, un guión casi siempre mal escrito con un final imprevisible y tantas veces injusto”.
Crespo pudo dar bastantes detalles, pues compartió destino en un pueblo vecino con aquel curica que nunca llegó a entender pero que tenía algo especial, <<un no sé qué>>.  Efectivamente Josemari siguió un camino ejemplar durante los primeros años de ejercicio como párroco. Lo enviaron a un pueblo del Sistema Ibérico, junto a Arturo Campo, <<que estaba en la Obra pero era de los que se arremangaban>>. Mosén José María aprendió el oficio con quien convertiría casi en una idolatrada figura paternal. <<Además, ellos compartían ese rollo reaccionario que a mí me repelía… Pero curraban con la gente, no se puede negar>>. Todo se vino abajo cuando el neófito descubrió el diario de Mosén Arturo, donde exponía pormenorizadamente sus numerosas conquistas amorosas. <<No me digas por qué escribió aquello, quizá para confesarse a sí mismo, con el peligro que eso tenía…>>. Al principio el rubito no dio crédito a las letras, pero le activaron una mirada inquisitiva hasta que fue comprobando por muchos detalles que el relato autobiográfico se quedaba incluso corto. No lo pudo aguantar más. Solicitó el traslado a otro destino en la ribera del Jalón viéndose abocado desde entonces, no se sabe por qué extraño impulso, a probarlo todo. Ese aspecto de jovencito encantador fue un gran aliado para emular la lista de conquistas de aquel “ángel caído”. Guardaba bien las apariencias, transmitiendo incluso un aire espiritual que ocultaba su determinación de insaciable depredador. Sumido en ese torbellino de nuevas sensaciones, decidió traspasar la última barrera, el máximo anatema. Así empezaron sus experiencias homosexuales, conducidas con éxito si cabe mayor los primeros años de la nueva década. 1992 no fue para él un año triunfal, pues le diagnosticaron que era seropositivo. Su agonía fue lenta y penosa. Su madre estuvo con él hasta el final y entonces se aferraba de nuevo a una religiosidad un tanto infantil. La Virgen, que se le aparecía de vez en cuando, competía en su consuelo con la mujer que le dio la vida, quien permanecía como una nueva María al pie del Calvario. Mosén José María, Josemari, pasó a mejor vida el veintiocho de junio de 1993. Sus profesores del seminario no daban crédito, el arzobispado intentó echar tierra sobre el asunto. Casi nadie fue a un entierro de tapadillo, presidido por un gran silencio interrumpido por los gritos de su madre. Doña María allí lo proclamó: le recordaría siempre como un santo.

Javier lo recordaría como una víctima. Una víctima de la hipocresía opusdeísta, una víctima de la ignorancia, una víctima más de esa plaga que el Vaticano percibía, sin atreverse a decirlo, como un castigo divino. Mientras Josemari refulgía en el seminario como aspirante modelo, los juniores escolapios de aquel curso iniciarían una revolución muy peculiar en nombre de un evangélico anarco-vitalismo. No pudieron cambiar casi nada de la envejecida infraestructura de la orden en la provincia de Aragón, pero se cambiaron a sí mismos.